lunes, 19 de diciembre de 2011

Vlad Tepes





VLAD III
El nombre de Drácula deriva de dracul, como llamaban a su padre, Vlad Dracul príncipe de Valaquia.
Existen dos interpretaciones sobre el origen de esta palabra una de ella asocia dracul como dragón pues el emperador Segismundo de Luxemburgo invistió al padre de Vlad como miembro de la orden del dragón que tuvo lugar en 1431. La otra, dracul significa diablo (la palabra drac en rumano significa diablo). Lo que Drácula o Draculea significa hijo de (se podría decir hijo del diablo). También conocido como Vlad Tepes (Tepes significa empalador), el método preferido de Vlad, este heredo de su padre la crueldad.
El empalamiento procuraba dar una muerte lenta y agonizante a las victimas, ya que podían estar dos días sufriendo ese terrible dolor antes de morir.
Las atrocidades que cometió parecen justificar todas las leyendas surgidas en torno a su persona, hasta el punto de hacer su identificación con el mito del vampiro.
Drácula a pasado a los tiempos como un sanguinario asesino.

SANGUINARIO
*Ordeno que le llevara  400 niños para enseñarles la lengua de Valaquia, en lugar de eso, los hizo encerrar en un horno para ser quemados, pero en este caso también otra fuente de investigación plantean que no fueron niños. Si no personas de todas las edades... pobres, maleantes y delincuentes.
Para Vlad solo eran un estorbo y una basura que no servían para nada.
*Hizo asesinar a todos sus parientes cercanos, junto con sus mujeres e hijos.
*Mando cocer a un hombre en una gran caldera y lo dio de comer a sus conciudadanos.
*Clavo el sombrero a la cabeza  de un hombre por no quitárselo en su presencia.
*A un monje por llevarse un pañuelo a la nariz para protegerse del mal olor que había al estar rodeado de personas empalada, Vlad pregunto al monje si tenia un resfriado este le contesto que no, era por el olor insoportable. Pues bien Vlad lo hizo empalar pero en el palo más largo que los demás. así al monje no podría molestar el mal olor.
*Se dice que incluso llego a arrancar del seno de las madres a sus bebes que estaban mamando para estrellarlos contra unas rocas antes los ojos de las asustadas madres.
*Mando a un hombre cavar su propia tumba.
*Le gustaba comer mientras eran torturados sus enemigos.
*Sus tierras eran bosques de personas empaladas.

GUERRERO
No solo de sus contemporáneos, si no también de historiadores y personas actuales, para algunos fue un heroico defensor de la independencia de su país y del cristianismo, mientras para otro se trataba de un hombre que atormentaba por puro placer.

LA MUERTE DE DRÁCULA
Los turcos le sorprendieron desprevenido, con solo una escolta de 200 hombres (de los cuales solo vivieron diez) y le dieron muerte. La cabeza de Vlad fue enviada a Estambul y exhibida públicamente.
Su cuerpo fue enterrado en el convento de Snagov, cercano a Bucarest. 
Pero aún hoy en día no se tiene muy claro donde fue enterrado con claridad...





ANECDOTARIO
-Su tumba fue descubierta hacia el año 1931, aunque como es de esperar no se encontraron ni su casco ni su cabeza.
-Nació en Sighisoara .La fecha del nacimiento de Vlad esta entre 1428-1431.
-La de su muerte 1476-1477.
-Bram Stoker escribió su obra Drácula cuando conoció la vida del sanguinario príncipe en un libro de una biblioteca.
-Héroe en su país.
-Drácula cuyo hombre lucho por no ser nunca un títere a manos de sus enemigos los turcos.
-El empalamiento era una tortura muy empleada en esa época, no la invento Vlad.
-Llamado hijo del diablo.
-Reino como príncipe de Valaquia en 1448; 1456 al 1462 y finalmente e el 1476 año de su muerte



A continuación os dejo una lista de libros muy interesantes sobre la vida de Vlad Tepes "Drácula"
en algunos libros hablan sobre el vampiro en general pero tiene una pequeña y muy buena biografía de Drácula:

-Drácula, Vlad Tepes el empalador y sus antepasados (Ralf-Peter Martin).
-¡Drácula vive! historia del rey de los vampiros (Gonzalo Pérez Sarró).
-El misterio de los vampiros (Martin Walker).
-Vampiros y hombres lobos (Erberto Petoia).
-Vampiros, el mito de los no muertos (Noelia Indurain y Oscar Urbiola)

sábado, 10 de diciembre de 2011

Enamorada de mi tristeza....Zero


El vacío es soledad
la soledad es pureza
La pureza es santidad
¡ y dios esta tan...vacío!
¡Como... yo!

Mi alma



El alma no es esa cosa que tenemos dentro de nuestro cuerpo y que el día que dejemos de respirar subirá al cielo y estará sentada al lado de dios. 
Para mi el alma es el ser que tenemos oculto cada uno de nosotros, nuestros miedos, pensamientos...todo nuestro ser... El yo interior que siempre esta con nosotros... Eso es para mi el alma....
Paso de creer de tener alma cristiana...no la quiero...
Prefiero mi yo. Mi alma




Y el día que yo muera, desaparezca...

jueves, 8 de diciembre de 2011

Bowie

Dedicado a mi artista favorito, desde que era una niña su música, su imagen su todo. Me impactó con tanta fuerza que hoy en día sigue siendo el mejor de todos los músicos (por lo menos para la que escribe estas palabras) y de eso ya han pasado muchos años....tendría unos ocho años cuando lo escuché por primera vez y ahora que tengo treinta seis continúa en el número uno de mis gustos musicales.

Larga vida a la buena música.







domingo, 4 de diciembre de 2011

Secretos de vampiros



Secretos de vampiros lo escribí en los años 1995 al 1996. de eso hace ya unos 16 años. Ha pasado mucho tiempo, pero he creído que no estaría mal subirlo a mi blog,  



I
Beso de inmortal,
Beso de muerte
Beso de sangre,
Dolor intenso, pero delicioso,
Colmillos blancos
Aliento frío,
Morder en el cuello es mi delirio.
Ver tu río  de caudalosa sangre me enloquece.
besarte me encanta, tomarte me place.
Beber tu sangre caliente, me alimenta.
y si quieres tu muerte sera deliciosa,
Tu muerte por un beso.
Mi beso mortal de vampiro.

                                                                                            Beso de vampiro (Malina Murnau 1995)

  



II
En las solitarias noches de mi existencia noto que en mi vida ¡Tan llena!, falta algo,
esta vida es mi propia condena.
Solo, por los pasillos de la vida y la muerte.
Vivo pero muerto,
Frío y eterno.
En las largas noches pienso en el amanecer...
Volveré a ver al sol con mis propios ojos, mis triste y cansados ojos,
de un pobre viejo vampiro.
Sin amar, sin nada que temer.
Hoy pondré fin a mi odiada vida,
mi putrefacta agonía, esperare aquí sentado,
esperando el amanecer.
Me quemare ante el sol,
en sufrimiento dolor,
daré un inmenso grito.
Pondré punto final a este demonio sediento de sangre,
que vaga por las noches matando,
matando a esas malditas personas...y admiradas por mi.
Yo un pobre y odiado vampiro,
sufriré una terrible agonía,
solo sin amigos ni familia,
ni un amor, ni siquiera un recuerdo de alegría,
solo, solo con mi propia y deseada agonía.

                                                                                       Agonía de un vampiro (Malina Murnau 1996)



III
El susurro de la muerte te llama,
Llama impaciente,
no temas,
no te pasara nada....
El viento sopla fuerte, en tu ventana,
ruido de mil gaviotas entran en tu alcoba.
El susurro de la muerte, ya se asoma,
esa muerte nunca se va sola, esa muerte nunca vuela sola,
Vuela por los negros cielos cubierta de roja.

                                                                                  El susurro del a muerte (Malina Murnau 1995).





IV
Un susurro, alguien pregunta quien es esa dama tan guapa con una larga melena,
Su tez es tan blanca y a la vez su cara es amarga,
el pelo le resbala por su mejillas
estas no tienen vida.
quien es esa extraña dama vestida de negro y cabello color canela.
esa dama tan blanca...
Su cuerpo alto y esbelto muy bello es verlo.
Esa dama se alimenta de un extraño licor llamado sangre,
pues su bebida y comida es ya que eso le da de nuevo la vida.
Esa dama de negro, pobre niña, anda sola por las noches,
solo en compañía de sus dos amigas la noche y la luna....
Su enemiga el día.
Mi dama de negro, quisiera darte un beso, pero si me lo das te llevarías mi vida.
Mi pobre dama de negro, solo mirarte los ojos...
Todo se puede ver, un monstruos frío y cruel.

                                                                                      La dama de negro (Malina Murnau 1995)





V
Algunos de los míos, vampiros patético y decadentes,
me llaman cruel, dicen que soy el mas maligno de todos ellos...
Soy un vampiro, no tengo compasión con los humanos,
me encanta verlos morir con mis propias manos,
ver sus caras de horror
eso me enloquece de placer.
beber su sangre en lo que importa.
Soy el mas fuerte, 
el mas temido...
Soy el mismísimo diablo.

                                                                                                El diablo (Malina Murnau 1995)



VI
Ojos inyectados de sangre,
rojos labios,
tez pálida,
aliento frío y mirada ausente,
colmillos afilados, labios ensangrentados...
Me gusta estar junto a ti.
Demonio de la noche, criatura solitaria,
ven no te vayas.
Te daría toda mi sangre para beber,
solo contigo puedo soñar, 
amarte hasta el amanecer,
en las noches frías y cálidas a la vez
abrazarte es mi placer.
quiero besarte eternamente,
quiero estar contigo
mi querido vampiro,
siempre unidos...

                                                                                         Amor a un vampiro (Malina Murnau 1996)


sábado, 3 de diciembre de 2011

Triste muerte y otras penas VIII



La soledad es mi dominio,
La tristeza mi destino.
La imaginación es mi vida
Los sueños mis delirios.
La oscuridad mi tierra sagrada,
La muerte mi única amiga,
La venganza es mi reino.
Las personas mis enemigos...




domingo, 20 de noviembre de 2011

Tipo de apariciones fantasmales


Se puede encontrar cuatro tipo diferente de apariciones fantasmales:
*Translúcidos.
*Sombras.
*Invisibles.
*Apariencia sólida.


Translúcidos

Se pueden ver a través de ellos, estos entes suelen levitar.
Son lo que quieren decir algo, señalar y comunicar cosas (tumbas, tesoros...). A veces suelen espantar para dar alguno que otros sustos, por puro placer. Con rostro casi siempre sereno y de paz...Quitando algunas ocasiones que son espantosos.
Por regla general no son malignos, pero sí son muy pesados e insistentes. Y muy a menudo, burlones y traviesos.
Suelen aparecer principalmente en casa viejas, museos, bibliotecas, cementerios y castillos. muy poco probable que aparezcan en edificios modernos y en cuevas aunque a veces se le pueden ver en partes apartadas de campos y bosques.
No se les debe de tener miedo aunque tengan un rostro horrible y por muy fieros que aparezcan ya que tienen algo que comunicarnos. 
No son muy habladores y no le gustan nuestra presencia pero terminan en entrar en contacto.

En la película de los cazafantasmas se puede ver en una escena la aparición en una biblioteca de un translúcido.




Sombras

Pueden ser oscuras o claras. las sombras negras o oscuras son mas malvadas por decirla de alguna manera, las claras no tanto.Tienen la particularidad de cambiar la temperatura donde suelen estar. Estas sombras son las que hacen que tengamos escalofríos y bajen demasiados las temperaturas.
Su presencia  hacen aullar a los perros y poner nerviosos a los gatos. Los animales son los primeros que sienten su presencia.
Son lentos desplazándose. Las sombras negras o oscuras a veces suelen ir en grupos de tres. Son los que anuncia una muerte. Pero no siempre, a veces aparecen en los lugares sin tener que anunciar una muerte. Pero es muy raro.
Se aparecen en cualquier lugar.




La famosa foto de la dama de marrón,
Para algunos es un translúcido, pero para mi
una sombra clara sin duda.

Invisibles

Los invisibles son los causantes, de esa sensación de que no estas solo. Se manifiestan por el tacto y la voz. De sentir que te han tocado o acariciado...el sentir que alguien esta soplando en tu cuello, sentir que te hablan pegado a tus oídos pero al mismo tiempo sin entender nada. A veces pueden hablar con una voz que puedes entender todo.
Se aparecen en cualquier lugar.
Por muy curioso que suene son los que pueden comunicarse a través del teléfono, radio o televisión. 

Apariencia sólida

Los de apariencia sólida son  a menudo confundido con las apariciones de santos, vírgenes y extraterrestres.
Sus forma a veces pueden pasar inadvertidas ya que parecen personas de carne y huesos.
Suelen aparecer en manicomios, centros de artes, hospitales. a veces en sueños y en estado de vigilia. Incluso por las calles como si fuera una persona de verdad.
No son de fiar, son mentirosos, dañinos y a veces muy peligrosos. Mejor evitarlos.







                                                                                                        De Malina Murnau

miércoles, 9 de noviembre de 2011

El mismo cuento Lewis-Nodier

Matthew G Lewis


Publico en 1796 la novela El monje, en cuyas paginas se puede leer una historia contada por uno de sus protagonista a un amigo. Una aventura que que le sucedió a el. la monja sangrienta.

¡Sonó la media! ¡Los tres cuartos! Mi pecho latía de prisa con esperanza y expectación. Finalmente,
sonó la hora deseada. La campana dio la una, y la mansión reprodujo su sonido con eco grave y solemne.
Miré la ventana de la habitación encantada. Apenas habían transcurrido cinco minutos, cuando apareció la
esperada luz. Me hallaba ahora cerca de la torre. La ventana no estaba excesivamente alta, pero me
pareció percibir una figura femenina, con una lámpara en la mano, que recorría lentamente el aposento.
No tardó en desvanecerse la luz, quedando todo oscuro y tenebroso otra vez. De las ventanas de la
escalera brotaban ocasionales destellos luminosos, a medida que el adorable fantasma pasaba por delante
de ellas. Seguí la luz a través del salón: llegó a la entrada, y por fin vi a Inés cruzar el puente levadizo. Iba
vestida exactamente como me había descrito al espectro. De su brazo colgaba un rosario, llevaba la
cabeza oculta en un largo velo blanco; su hábito de monja estaba manchado de sangre, y había tenido el
cuidado de proveerse de una lámpara y una daga. Avanzó hacia el lugar donde yo estaba. Corrí a su
encuentro y la estreché entre mis brazos.
–¡Inés! –dije mientras la apretaba contra mi pecho,
¡Inés! ¡Inés! ¡Ya eres mía!
¡Inés! ¡Inés! ¡Ya soy tuyo!
¡Mientras corra sangre por mis venas Serás mía!
¡Seré tuyo!
¡Tuyo mi cuerpo! ¡Tuya mi vida!
Aterrada y sin aliento, fue incapaz de decir nada: soltó la lámpara y la daga, y se desplomó en silencio
sobre mi pecho. La alcé en brazos y la llevé al coche. Theodore se quedó para liberar a doña Cunegunda.
También le di una, carta para la baronesa, explicándole todo el asunto, y suplicándole la ayuda de sus
buenos oficios para que don Gastón accediese a mi unión con su hija. Le descubría mi verdadero nombre.
Le demostraba que mi cuna y expectativas justificaban mis aspiraciones a la mano de su sobrina, y le
aseguraba que, aunque no me era posible corresponder a su amor, me esforzaría incansablemente en
conseguir su estima y amistad.
Subí al coche, en el que ya se había acomodado Inés. Theodore cerró la puerta, y los postillones
emprendieron la marcha. Al principio me alegró la velocidad de nuestra marcha. Pero tan pronto como
desapareció el peligro de que fuéramos perseguidos, llamé a los cocheros y les pedí que moderaran el
paso. Trataron en vano de obedecerme. Los caballos se negaban a responder a las riendas, y siguieron
corriendo a asombrosa velocidad. Los postillones redoblaron sus esfuerzos por detenerlos, pero coceando
y saltando, las bestias se libraron de sus frenos. Con un tremendo alarido, los conductores salieron
despedidos del pescante. Inmediatamente, unas nubes espesas oscurecieron el cielo. Los vientos aullaron
a nuestro alrededor, los relámpagos fulguraron y los truenos estallaron de manera enloquecedora. ¡Jamás
había presenciado una tempestad más espantosa! Aterrados, los caballos parecían aumentar a cada
instante su velocidad. Nada podía interrumpir su carrera. Arrastraban el carruaje a través de setos y
zanjas, saltaban los más peligrosos precipicios, y parecían competir en velocidad con la rapidez de los
vientos.
Durante todo este tiempo, mi compañera permaneció inmóvil en mis brazos. Sinceramente alarmado
por la magnitud del peligro, trataba en vano de hacerle recobrar el sentido, cuando el sonoro estrépito de
un choque anunció que nuestra carrera había finalizado de la manera más desagradable. El carruaje se
destrozó. En la caída me golpeé una sien contra una roca. El dolor de la herida, la violencia del choque y
la angustia por la seguridad de Inés me dominaron tan por completo que me abandonaron los sentidos y
me derrumbé exánime en el suelo.
Probablemente permanecí bastante tiempo en ese estado, ya que cuando abrí los ojos era totalmente de
día. A mi alrededor había varios campesinos y parecían discutir sobre si me recobraría o no. Yo hablaba
el alemán aceptablemente. Tan pronto como logré articular un sonido, pregunté por Inés. ¡Cuál no fue mi
sorpresa y angustia, cuando me aseguraron aquellos lugareños que no habían visto a nadie que
respondiese a la descripción que yo les daba! Me dijeron que cuando se dirigían a su trabajo diario,
descubrieron con alarma los fragmentos de mi carruaje, y oyeron los gemidos de un caballo, el único de
los cuatro que había sobrevivido. Los otros tres yacían muertos junto a mí. No vieron a nadie más cuando
se acercaron, y habían empleado mucho tiempo, hasta que consiguieron hacerme recobrar los sentidos.
Indeciblemente preocupado por la suerte de mi compañera, supliqué a los campesinos que se dispersasen
y fuesen en su busca. Les describí cómo iba vestida, y prometí una inmensa recompensa para el que me
trajese alguna noticia... En cuanto a mí, me era imposible unirme a la búsqueda. Me había roto dos
costillas en la caída, y mi brazo dislocado me colgaba inútil; además tenía la pierna izquierda tan
terriblemente magullada que no creí que pudiera recobrar su uso.
Los campesinos cumplieron mi petición: me dejaron todos menos cuatro, que confeccionaron una litera
con ramas y se dispusieron a trasladarme al pueblo vecino. Pregunté cuál era. Resultó ser Ratisbona. No
podía creer que hubiese recorrido una distancia tan considerable en una sola noche. Les dije a los
campesinos que a la una de esa misma madrugada había cruzado por el pueblo de Rosenwald. Menearon
posada decente y me metieron en seguida en la cama. Llamaron a un médico, que logró encajarme el
pero me ordenó que permaneciese inmóvil y mes resignase a una cura penosa y aburrida. Le contesté que
si esperaba tenerme inmovilizado, se esforzase primero en procurarme alguna noticia de una dama que
había abandonado Rosenwald la noche anterior en mi compañía, y que estaba conmigo en el instante en
que se estrelló el coche. Sonrió, y se limitó a aconsejarme que me tranquilizase, a fin de que pudiese
cuidar de mí de manera apropiada. Al marcharse, la posadera se encontró con él en la puerta de la
habitación.
–El caballero no está en su sano juicio –oí que le decía en voz baja–. Es consecuencia natural de la
caída que ha sufrido, pero pronto se repondrá...
Los campesinos regresaron uno tras otro a la posada, y me informaron de que no habían descubierto
ningún rastro de mi infortunada dama. Mi inquietud se convirtió ahora en desesperación. Les supliqué que
volvieran a buscarla en los términos más insistentes, doblando las promesas que les había hecho. Mi
actitud frenética y atropellada confirmó a los presentes la idea de que deliraba. Dado que no había
aparecido indicio alguno de la dama, creyeron que se trataba de una criatura fabricada por mi cerebro
enfebrecido, y no hicieron caso de mis súplicas. Sin embargo, la posadera me aseguró que se haría una
nueva investigación. Pero más tarde descubrí que me hizo esa promesa únicamente para tranquilizarme.
No se dio un solo paso más en ese sentido.
Aunque mi equipaje se había quedado en Munich bajo la custodia de mi criado francés, como me
disponía a emprender un largo viaje, mi bolsa estaba bien provista: además, mis ropas denotaban
distinción, por lo que en la posada se me dispensaron todas las atenciones. Transcurrió el día sin que me
llegase ninguna noticia de Inés. La ansiedad del temor dio paso ahora al desaliento. Dejé de hablar
insistentemente de ella, y me sumí en un mar de melancólicas reflexiones. Al verme silencioso y
tranquilo, mis cuidadores creyeron que había cedido mi delirio y que mi enfermedad había adquirido un
sesgo favorable. De acuerdo con las órdenes del médico, tomé un preparado medicinal; y tan pronto como
cayó la noche, se retiraron mis cuidadores y me dejaron descansar.
Pero en vano pretendí conciliar ese descanso. La agitación de mi pecho ahuyentaba el sueño. Mi mente
inquieta, a pesar de la fatiga de mi cuerpo, siguió atormentándome hasta que el reloj de un campanario
vecino dio la una. Tan pronto como escuché el sonido lúgubre y profundo y lo oí desvanecerse en el
viento, un súbito escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Me estremecí sin saber por qué; unas gotas frías
se formaron en mi frente y se me erizaron los cabellos. De pronto, oí unos pasos lentos, pesados, que
subían por la escalera. Me incorporé en la cama movido por un impulso involuntario y retiré la cortina.
Una simple vela, sobre la chimenea, difundía un desmayado resplandor por el aposento de paredes
cubiertas con tapices. Se abrió la puerta con violencia. Entró una figura, y se acercó a mi cama con pasos
solemnes y medidos. Con temblorosa aprensión, examiné a la nocturna visitante. ¡Dios todopoderoso!
¡Era la Monja Sangrienta! ¡Era mi perdida compañera! Aún tenía el rostro velado, aunque no llevaba la
lámpara y la daga. Se levantó el velo lentamente. ¡Ah, qué visión descubrieron mis ojos sobrecogidos!
Ante mí tenía un cadáver animado. Su semblante era largo y macilento, exangües sus mejillas y sus
labios, y todas sus facciones poseían la palidez de la muerte; los globos de sus ojos, clavados en mí,
estaban apagados y vacíos.
La visión del espectro me produjo un horror imposible de describir; la sangre se me heló en las venas.
Quise pedir auxilio, pero la voz se me ahogó antes de salirme de los labios. Mis nervios permanecieron
impotentes, y mi cuerpo quedó en la inanimada actitud de una estatua.
La quimérica monja me miró durante unos minutos en silencio: había algo petrificante en su mirada.
Por último, con una voz baja y sepulcral, pronunció las siguientes palabras:
¡Raimundo! ¡Raimundo! ¡Ya eres mío! ¡Raimundo! ¡Raimundo! ¡Ya soy tuya! ¡Mientras la sangre
corra por tus venas Seré tuya!
¡Serás mío!
¡Mío tu cuerpo! ¡Mía tu vida!...
Con el aliento cortado por el miedo, la oí repetir mis propias palabras. La aparición se sentó frente a mí,
a los pies de la cama, y guardó silencio. Sus ojos se quedaron gravemente clavados en los míos; parecían
dotados del poder de la serpiente cascabel, ya que en vano me esforzaba en apartar la mirada. Estaba
fascinado, y no tenía fuerzas para desviar la vista de los ojos del espectro.
En esta actitud permaneció durante una hora larga sin hablar ni moverse; yo tampoco fui capaz de hacer
nada. Finalmente, el reloj dio las dos. La aparición se levantó y se acercó al borde de la cama. Me cogió
con sus dedos helados la mano que me colgaba exánime sobre el cobertor, y posando sus labios fríos
sobre los míos, repitió otra vez:
¡Raimundo! ¡Raimundo! ¡Ya eres mío! ¡Raimundo! ¡Raimundo! ¡Ya soy tuya! Etc.
Luego me soltó la mano, salió del aposento despacio, y la puerta se cerró tras ella. Hasta ese instante,
las facultades de mi cuerpo habían estado en suspenso: sólo las de mi espíritu habían permanecido
lúcidas. Ahora, el encanto se rompió. La sangre que se me había helado en las venas se agolpó en el
corazón con violencia. Proferí un hondo gemido, y me desplomé exánime en la almohada.
La habitación contigua estaba separada de la mía tan sólo por un delgado tabique: la ocupaban el
posadero y su mujer; el hombre se despertó ante mi gemido y entró precipitadamente en mi aposento. La
posadera entró poco después. Con alguna dificultad, consiguieron devolverme el conocimiento, e
inmediatamente mandaron llamar al médico, que llegó con toda diligencia. Declaró que me había
aumentado muchísimo la fiebre, y que si seguía sufriendo una agitación tan violenta, no respondía de mi
vida. Me administró una medicina que me tranquilizó un poco. Cuando ya despuntaba el día caí en una
especie de sopor. Pero unas pesadillas espantosas impidieron que el sueño fuera realmente reparador. Inés
y la Monja Sangrienta se alternaban en mi imaginación, y se combinaban para hostigarme y
atormentarme. Me desperté calenturiento y cansado. Mi fiebre parecía haber aumentado muchísimo, en
vez de disminuir; la agitación de mi espíritu impedía que mis huesos fracturados se soldasen; tuve
frecuentes desvanecimientos, y en todo el día, el médico no juzgó prudente que me quedase a solas
durante dos horas seguidas.
La singularidad de mi aventura me decidió a ocultarla de todos, ya que no podía esperar que tan extraña
circunstancia fuese creída. Me sentí enormemente inquieto por Inés. No sabía qué habría pensado ella al
no encontrarme en nuestra cita, y temía que recelase de mi fidelidad. Sin embargo, confiaba en la
discreción de Theodore, y que mi carta a la baronesa la convenciese de la rectitud de mis intenciones.
Estas consideraciones aliviaron algo mi preocupación por ella. Pero la impresión que había dejado en mi
espíritu mi nocturna visitante se hacía más fuerte a cada momento. Se aproximaba la noche y me asustaba
su llegada. Sin embargo, me esforcé en convencerme de que el fantasma no aparecería más; aunque por si
acaso, pedí que viniese un criado a velar en mi aposento.
El cansancio de mi cuerpo, al no haber descansado la noche anterior, cooperó con los fuertes somníferos
que me administraron, y me procuró el reposo que tanto necesitaba. Me sumí en un sueño profundo y
tranquilo, y ya llevaba durmiendo horas, cuando el reloj vecino me despertó al dar nuevamente la una. Su
sonido me trajo a la memoria todos los horrores de la noche anterior. Me sobrevino el mismo frío
estremecimiento. Me incorporé en la cama, y vi al criado completamente dormido en una butaca cerca de
mí. Le llamé por su nombre, pero no contestó. Le sacudí fuertemente el brazo, y traté en vano de
despertarle: permaneció insensible a mis esfuerzos. Entonces, oí los pasos pesados que subían la escalera;
se abrió la puerta de golpe, y la Monja Sangrienta apareció de nuevo ante mí. Una vez más, mis miembros
quedaron paralizados. Una vez más, la oí repetir aquellas fatales palabras:
¡Raimundo! ¡Raimundo! ¡Ya eres mío! ¡Raimundo! ¡Raimundo! ¡Ya soy tuya! Etc.
Y nuevamente se desarrolló la escena que tanto me había sobrecogido la víspera. Otra vez apretó el
espectro sus labios contra los míos, otra vez me tocó con sus dedos putrefactos; y como en su primera
aparición, abandonó el aposento tan pronto como dieron las dos.
Esto se repitió todas las noches. Lejos de acostumbrarme al fantasma, cada nueva visita me inspiraba un
horror más grande. Su imagen me perseguía de continuo, y me convertí en presa de una habitual
melancolía. La agitación constante de mi mente retrasó naturalmente mi restablecimiento. Transcurrieron
varios meses antes de que yo pudiera abandonar la cama; y cuando por fin me trasladaron a un sofá, me
sentía tan débil, abatido y extenuado, que no pude cruzar la habitación sin ayuda. Las miradas de mis
cuidadores reflejaban bien evidentemente las escasas esperanzas que abrigaban de que me recuperase. La
profunda tristeza que me oprimía hacía pensar al médico que era hipocondríaco. Por mi parte, oculté la
causa de mi enfermedad en lo más hondo de mi pecho, ya que sabía que nadie podía aliviármela: el
fantasma no era visible a otros ojos que los míos. Pedí a menudo a mis cuidadores que velasen en mi
habitación, pero en el instante en que el reloj daba la una, un sueño irresistible les vencía, y no lo
superaban hasta que el fantasma se marchaba.
Puede que os sorprenda que durante este tiempo no hiciera averiguaciones sobre vuestra hermana.
Theodore, que había descubierto con dificultad mi paradero, había tranquilizado mis inquietudes por su
seguridad: al mismo tiempo, me convenció de que todos los intentos de liberarla serían infructuosos
mientras no estuviera en condiciones de regresar a España. Los detalles de su aventura, que ahora voy a
relataros, llegaron a mi conocimiento en parte por Theodore, y en parte por la propia Inés.
La noche fatal en que debía llevar a cabo su rapto, un accidente le impidió abandonar su aposento a la
hora acordada. Finalmente, se aventuró a salir de la habitación embrujada, descendió la escalera que
conducía al salón, encontró las puertas abiertas como esperaba, y salió del castillo sin ser notada. ¡Cuál no
fue su sorpresa al no encontrarme preparado para acogerla! Registró la caverna, recorrió todos los
senderos del bosque vecino y pasó dos horas en infructuosa búsqueda. No consiguió descubrir rastro
alguno, ni mío ni del carruaje. Alarmada y decepcionada, su único recurso fue regresar al castillo antes de
que la baronesa la echase de menos. Pero aquí se encontró con una nueva dificultad. La campana había
dado ya las dos: la hora del fantasma había pasado y el meticuloso portero había cerrado las puertas.
Después de muchas vacilaciones, se aventuró a llamar suavemente. Por suerte para ella, Conrad aún
estaba despierto: oyó el ruido y se levantó, renegando de que le llamasen por segunda vez. No bien hubo
abierto una de las hojas y vio a la supuesta aparición aguardando a que la dejasen entrar, profirió un grito
y cayó de rodillas. Inés aprovechó su terror, se deslizó ante él, corrió a su propio apartamento y,
quitándose el atuendo del espectro, se metió en la cama esforzándose en vano por explicarse mi
desaparición.
A todo esto, Theodore, que había visto alejarse mi coche con la falsa Inés, regresó gozoso al pueblo. A
la mañana siguiente liberó a Cunegunda y la acompañó al castillo. Allí encontró al barón, su esposa y don
Gastón discutiendo sobre el relato del portero. Todos ellos coincidían en creer en la existencia de los
espectros. Pero este último proclamaba que era un comportamiento inaudito hasta entonces en un
fantasma, eso de llamar a la puerta para que le dejasen entrar, y totalmente incompatible con la naturaleza
in* material de un espíritu. Aún estaban discutiendo sobre esta cuestión, cuando apareció el paje con
Cunegunda y aclaró el misterio. Al oír su exposición, estuvieron unánimemente de acuerdo en que la Inés
que Theodore había visto subir en mi coche debía de ser la Monja Sangrienta, y que el fantasma que había
aterrorizado a Conrad no era otro que la hija de don Gastón.
Pasada la primera sorpresa producida por este descubrimiento, la baronesa resolvió aprovechar la
ocasión para persuadir a su sobrina para que tomase los hábitos. Temiendo que tan ventajoso acuerdo
matrimonial para su hija indujese a don Gastón a renunciar a su decisión primera, destruyó mi carta y
siguió presentándome como un aventurero desconocido y menesteroso. Una vanidad infantil me había
llevado a ocultar mi verdadero nombre incluso a mi amada; quería ser amado por mí mismo, no por ser el
hijo y heredero del marqués de las Cisternas. El resultado fue que nadie se enteró de mi alcurnia en el
castillo, salvo la baronesa, que se tomó todos los cuidados para ocultar tal noticia en lo más hondo de su
pecho. Después de aprobar los designios de su hermana, don Gastón mandó llamar a Inés. Se la acusó de
haber maquinado su fuga, se la obligó a hacer una completa confesión, y se quedó maravillada ante la
suavidad con que fue acogida. ¡Pero cuál no fue su aflicción, al informársele de que el fracaso de su
proyecto debía atribuírseme a mí! Cunegunda, instruida por la baronesa, le dijo que cuando yo la liberé,
había pedido que comunicase a su señora que nuestro compromiso había terminado; que todo el lance se
debía a una falsa información, y que no convenía en absoluto a mis circunstancias casarme con una mujer
sin esperanzas de herencia.
Mi súbita desaparición daba a esta explicación demasiados visos de verosimilitud. Theodore, que podía
haber desmentido la historia, fue apartado de ella por orden de doña Rodolfa. Lo que confirmó aún más
que yo era un impostor fue la llegada de una carta de vos mismo, en la que declarabais que no teníais
ningún amigo llamado Alfonso de Alvarada. Estas pruebas aparentes de mi perfidia, acompañadas por la
hábiles insinuaciones de vuestra tía, los halagos de Cunegunda y las amenazas y la ira de vuestro padre,
vencieron enteramente la repugnancia de vuestra hermana a entrar en el convento. Indignada por mi
comportamiento y disgustada con el mundo en general, accedió a tomar los hábitos. Pasó otro mes en el
castillo de Lindenberg, durante el cual mi silencio la confirmó en su resolución, y luego acompañó a don
Gastón a España. Theodore fue puesto entonces en libertad. Se dirigió apresuradamente a Munich, donde
yo le había prometido dejarle noticias mías. Pero al saber por Lucas que yo no había llegado, prosiguió
sus averiguaciones con incansable perseverancia, y finalmente consiguió localizarme en Ratisbona.
Me encontraba tan desmejorado que le costó trabajo reconocer mi semblante. El visible dolor de su
rostro atestiguaba suficientemente cuán vivo era el interés que sentía por mí. La compañía de este amable
joven, a quien siempre he considerado más un compañero que un criado, fue ahora mi único consuelo. Su
conversación era alegre aunque discreta, y sus observaciones agudas y divertidas. Sabía muchas más
cosas de las que suele ser habitual a su edad; pero lo que le hacía más agradable para mí era su deliciosa
voz y su aptitud para la música. Había adquirido cierto gusto en la poesía, e incluso se atrevía algunas
veces a escribir versos. De cuando en cuando, componía pequeñas baladas en español, aunque debo
confesar que sus composiciones eran regulares nada más; de todos modos, me resultaban agradables por
su novedad, y oírselas cantar con su guitarra era la única distracción que me estaba permitida. Theodore
se daba perfecta cuenta de que algo me obsesionaba. Pero dado que ocultaba mi preocupación ante él, el
respeto le impedía entrometerse en mis asuntos.
Una tarde, me encontraba tendido en el sofá sumido en reflexiones nada agradables. Theodore se
distraía observando desde la ventana una batalla entre dos postillones, que se peleaban en el patio de la
posada.
–¡Ja! ¡Ja! –prorrumpió de repente–. ¡Allá va el Gran Mogol!
–¿Quién? –dije yo.
–No, un hombre que me dijo algo muy extraño en Munich.
–¿A propósito de qué?
–Ahora que me hacéis pensar en ello, señor, se trataba de una especie de mensaje para vos; pero en
realidad no merecía la pena. Para mí que el sujeto está loco. Cuando fui a Munich en busca de vos, le
encontré en la posada El Rey de los Romanos, y el posadero me dijo cosas muy extrañas sobre él. Por su
acento parece que es extranjero, pero nadie sabe de qué país. Parecía no conocer a nadie en la ciudad;
hablaba muy rara vez, y nadie le había visto sonreír. No tenía ni criados ni equipaje, pero su bolsa parecía
bien provista, e hizo mucho bien en la ciudad. Unos suponían que se trataba de un astrólogo árabe; otros,
de un cómico ambulante, y muchos declaraban que era el doctor Fausto, a quien el diablo había devuelto
a Alemania. El posadero me dijo a mí, sin embargo, que se trataba del Gran Mogol, que iba de incógnito.
–¿Y las extrañas palabras, Theodore?
–Cierto, casi se me olvidan otra vez: aunque no se habría perdido gran cosa. Debéis saber, señor, que
cuando le estaba preguntando al posadero sobre vos, pasó el extranjero. Se paró y me miró gravemente:
«¡Joven! –dijo con voz solemne–, el hombre que buscáis ha encontrado lo que le habría gustado perder.
Sólo mi mano puede sacar la sangre: decid a vuestro amo que me busque cuando el reloj dé la una».
–¿Cómo? –exclamé, saltando del sofá (las palabras que Theodore había repetido parecían dar a entender
que el extranjero estaba en mi secreto)–. ¡Corre a buscarlo, muchacho! ¡Pídele que me conceda unos
minutos!
Theodore se quedó sorprendido ante la viveza de mi reacción. Sin embargo, no hizo ninguna pregunta,
sino que se apresuró a obedecerme. Esperé su regreso con impaciencia. Pero había transcurrido un breve
espacio de tiempo tan sólo, cuando apareció otra vez e hizo pasar al esperado desconocido a mi aposento.
Era un hombre de presencia majestuosa: sus facciones estaban fuertemente acusadas, y sus ojos eran
grandes, negros, centelleantes. Sin embargo, había algo en su mirada que en el momento en que le vi me
inspiró un secreto temor, por no decir pavor. Iba vestido sencillamente, con el pelo sin empolvar, y una
banda de terciopelo negro que le rodeaba la frente hacía aún más sombrías sus facciones. Su expresión
reflejaba una profunda melancolía; su paso era lento, su ademán grave, majestuoso, solemne.
Me saludó con cortesía, y tras contestar a los usuales cumplidos de presentación, pidió a Theodore que
abandonara el aposento. El paje, inmediatamente, se retiró.
–Estoy enterado de vuestro caso –dijo, sin darme tiempo de hablar–. Tengo poderes para libraros de
vuestra visitante nocturna; pero no podrá ser hasta el domingo. A la hora en que se inicia el día del
descanso, los espíritus de las tinieblas tienen muy escasa influencia sobre los mortales. Después del
sábado, la monja no os volverá a visitar.
–¿Puedo preguntaros –dije– por qué medios habéis entrado en posesión de un secreto que yo he
ocultado cuidadosamente a todo el mundo?
–¿Cómo puedo ignorar vuestra aflicción, cuando la causa está en este instante junto a vos?
Me sobresalté. El extranjero prosiguió:
–Aunque sólo se hace visible a vos una hora de cada veinticuatro, no os abandona ni de día ni de noche.
Ni os abandonará hasta que le hayáis concedido lo que pide.
–¿Y qué es lo que pide?
–Eso debe explicároslo ella: yo lo ignoro. Aguardad con paciencia a la noche del sábado; entonces, todo
quedará aclarado.
No me atreví a insistir más. Seguidamente, cambió de conversación, y habló de diversas cuestiones.
Habló de gentes que habían dejado de existir hacía siglos, y a quienes no obstante parecía haber conocido
personalmente. No podía yo citar un país, por distante que fuese, que él no hubiera visitado, ni podía
admirar yo suficientemente la inmensidad y variedad de sus conocimientos. Le comenté que haber
viajado, visto, y conocido tanto, tuvo que producirle infinito placer. Pero negó con la cabeza tristemente.
–¡Nadie –replicó– sería capaz de comprender la miseria de mi suerte! El destino me obliga a estar en
constante movimiento: no se me permite pasar más de quince días en el mismo lugar. No tengo a ningún
amigo en el mundo, y desde que empezó mi vida errabunda no he podido hacer ninguno. Ya desearía yo
dejar esta existencia miserable, pues envidio a los que gozan de la paz de la sepultura. Pero la muerte me
esquiva y huye de mi abrazo. En vano me arrojo al camino del peligro y me sumerjo en el océano; las olas
me devuelven con repugnancia a la playa. Me precipito en el fuego, y las llamas retroceden ante mí. Me
enfrento a la furia de los bandidos, y sus espadas se embotan y se parten sobre mi pecho. El tigre
hambriento se estremece al acercárseme, y el aligator huye de un monstruo más horrible que él mismo.
¡Dios me ha marcado con un sello, y todas sus criaturas respetan esta marca fatal!
Se llevó la mano al terciopelo que ceñía su frente. Había en sus ojos una expresión de furia,
desesperación y malevolencia que me llenó de alarma y de terror. Una convulsión involuntaria me hizo
estremecer. El extranjero se dio cuenta.
–Ésta es la maldición que pesa sobre mí –continuó–. Estoy condenado a inspirar el horror y la
repugnancia a todo el que me mira. Vos sentís ya el influjo de ese encanto, y cada instante que pase lo
sentiréis más. No aumentaré vuestros sufrimientos con mi presencia. Adiós, hasta el sábado. En cuanto el
reloj dé las doce, esperadme en la puerta de vuestro aposento.
Dicho esto, se marchó, dejándome sumido en el asombro, ante el misterioso giro de su actitud y
conversación.
Sus seguridades de que pronto me vería libre de las visitas de la aparición, produjeron en mi
constitución un efecto beneficioso. Theodore, a quien trataba más bien como a un hijo adoptivo que como
a un criado, se sorprendió a su regreso al observar el cambio de mi aspecto. Se congratuló de este síntoma
de recuperación, y declaró que se alegraba de que hubiese sacado tanto beneficio de mi conferencia con
aquel personaje. Al hacer averiguaciones, me enteré de que el extranjero llevaba ocho días en Ratisbona;
según sus propias palabras, pues, sólo permanecería seis días más. Aún faltaban tres para el sábado. ¡Oh!
¡Con qué impaciencia esperé su llegada! Entretanto, la Monja Sangrienta siguió con sus visitas nocturnas.
Pero esperando verme liberado de ella totalmente, los efectos que ejercían en mí se hicieron menos
violentos que antes.
Llegó la noche deseada. Para evitar sospechas, me retiré a la cama a mi hora habitual. Pero tan pronto
como mis cuidadores me hubieron dejado, me vestí otra vez y me dispuse a recibir al extranjero. Entró en
mi habitación al filo de la medianoche. Traía en la mano un cofrecillo que colocó cerca de la estufa. Me
saludó sin hablar. Yo le devolví el saludo, observando el mismo silencio. Seguidamente abrió el
cofrecillo. Lo primero que sacó fue un pequeño crucifijo de madera: se arrodilló, lo contempló
tristemente, y alzó los ojos hacia el cielo. Pareció rezar con fervor. Por último, inclinó la cabeza
respetuosamente, besó el crucifijo tres veces y se incorporó otra vez. A continuación, sacó del cofrecillo
una copa con tapadera. Con el licor que contenía, y que parecía sangre, asperjó el suelo; y sumergiendo en
él un extremo del crucifijo, trazó un círculo en medio de la habitación. A su alrededor colocó diversas
reliquias, cráneos, huesos, etc. Observé que las disponía todas en forma de cruz. Finalmente sacó una
gruesa Biblia y me indicó con una mirada que entrase con él en el círculo. Obedecí.
–¡Cuidad de no pronunciar una palabra! –susurró el extranjero–. ¡No salgáis del círculo, y si en algo os
estimáis, no os atreváis a mirarme a la cara!
Con el crucifijo en una mano y la Biblia en la otra, pareció leer con profunda atención. El reloj dio la
una. Como siempre, oí los pasos del espectro en la escalera. Pero no experimenté el acostumbrado
estremecimiento. Esperé con confianza a que se acercase. Entró en la habitación, se aproximó al círculo y
se detuvo. El extranjero murmuró unas palabras ininteligibles para mí. Luego, alzando la cabeza del libro
y extendiendo el crucifijo hacia el fantasma, exclamó con voz clara y solemne:
–¡Beatriz! ¡Beatriz! ¡Beatriz!
–¿Qué quieres tú? –contestó la aparición en un tono profundo y vacilante.
–¿Qué turba tu sueño? ¿Por qué afliges y torturas a este joven? ¿Cómo podemos devolver el descanso a
tu espíritu desasosegado?
–¡No me atrevo a decirlo! ¡No debo decirlo! ¡Desearía descansar en mi tumba, pero severas órdenes me
obligan a prolongar mi penitencia!
–¿Conoces tú esta sangre? ¿Sabes en qué venas corrió? ¡Beatriz! ¡Beatriz! ¡En su nombre, te ordeno que
me respondas!
–No puedo desobedecer a mis señores.
–¿Te atreves a desobedecerme a mí?
Habló en un tono imperioso y se quitó la banda negra de la frente. A pesar de su advertencia, mi
curiosidad no me dejó mantener los ojos apartados de su rostro. Alcé la vista y vi una cruz de fuego
impresa en su frente. No puedo describir el horror que me inspiró, ¡pero jamás he sentido otro igual! Los
sentidos me abandonaron durante unos momentos, un misterioso temor dominó mi ánimo, y de no
cogerme la mano el exorcista, me habría desplomado fuera del círculo.
Cuando me recobré, vi que la cruz ardiente había producido un efecto no menos violento en el espectro.
Su actitud denotaba reverencia y horror, y sus quiméricos miembros temblaban de miedo.
–¡Sí! –dijo ella al fin–. ¡Tiemblo ante esa marca! ¡La respeto! ¡Os obedezco! Sabed, entonces, que mis
huesos permanecen aún sin sepultura. Se pudren en la oscuridad de la Cueva de Lindenberg. Nadie más
que este joven tiene el derecho de devolverlos a la tierra. Sus labios me han entregado su cuerpo y su
alma. Jamás le devolveré su promesa, jamás le concederé una noche sin terror, a menos que prometa
recoger mis huesos deshechos y los deposite en la cripta familiar de su castillo de Andalucía. Entonces
tendrá que ofrecer treinta misas por el descanso de mi espíritu; hecho eso, no volveré a turbar este mundo.
¡Ahora, dejadme marchar! ¡Esas llamas me abrasan!
–Don Raimundo, habéis oído las condiciones para vuestro descanso. Cosa vuestra es cumplirlas al pie
de la letra. En cuanto a mí, no me queda más que aclararos la oscuridad que aún envuelve la historia del
espectro, e informaros de que, en vida, Beatriz llevaba el apellido de las Cisternas. Fue tía abuela de
vuestro abuelo. Atendiendo a vuestro parentesco, sus cenizas exigen respeto de vos, aunque la enormidad
de sus crímenes provoquen vuestra aversión. Nadie más que yo podría explicaros la naturaleza de esos
crímenes. Conocí perfectamente al hombre santo que acabó con sus alborotos nocturnos en el castillo de
Lindenberg, y oí este relato de sus propios labios.
»Beatriz de las Cisternas profesó a temprana edad, no por propia decisión, sino por expreso deseo de
sus padres. Entonces era demasiado joven para echar de menos los placeres de los que le pr
profesión. Pero tan pronto como empezó a manifestarse su temperamento ardiente y voluptuoso, se
abandonó plenamente al impulso de sus pasiones, dispuesta a aprovechar la primera ocasión para
satisfacerlas. Finalmente se presentó esta oportunidad, tras muchos obstáculos que sólo añadieron
renovada fuerza a sus deseos. Consiguió fugarse del convento y huir a Alemania con el barón de
Lindenberg. Vivió en este castillo varios meses como su concubina reconocida. Toda Baviera estaba
escandalizada por su conducta impúdica y disipada. Sus festines competían en lujo con los de Cleopatra,
y Lindenberg se convirtió en escenario de los más desenfrenados libertinajes. No satisfecha con ostentar
la incontinencia de una prostituta, se proclamó atea: aprovechó todas las ocasiones que se le presentaron
para burlarse de sus votos monásticos, y ridiculizó las más sagradas ceremonias de la religión.
»Poseedora de un temperamento tan depravado, no limitó sus afectos durante mucho tiempo a un solo
objeto. Poco después de su llegada al castillo, el hermano menor del barón atrajo su atención por sus
rasgos acusados, su gigantesca estatura y miembros hercúleos. No era ella persona que guardase mucho
tiempo en secreto sus inclinaciones. Pero encontró en Otto von Lindenberg a su igual en depravación.
Éste correspondió a su pasión lo bastante como para aumentarla; y cuando alcanzó el grado deseado, le
puso como precio a su amor la muerte de su hermano. La desdichada accedió a este horrible acuerdo.
Acordaron perpetrar la acción una noche. Otto, que residía en una pequeña propiedad a escasas millas de
distancia del castillo, prometió esperarla a la una de la madrugada en la Cueva de Lindenberg, traería
consigo a un grupo de amigos escogidos, con cuya ayuda no dudaba poder adueñarse del castillo; y que el
siguiente paso sería unir las manos de ambos. Fue esta última promesa la que venció todos los escrúpulos
de Beatriz, ya que a pesar de su afecto hacia ella, el barón había declarado tajantemente que jamás la haría
su esposa.
»Llegó la noche fatídica. El barón dormía en brazos de su pérfida amante, cuando la campana del
castillo dio la una. Inmediatamente, Beatriz sacó una daga de debajo de la almohada y la hundió en el
corazón de su amante. El barón profirió un gemido simple y espantoso, y expiró. La homicida abandonó
el lecho inmediatamente, cogió la lámpara con una mano, y con la daga ensangrentada en la otra, se
dirigió a la caverna. El portero no se atrevió a negarse a abrir las puertas a quien temían en el castillo más
que al amo. Beatriz llegó a la Cueva de Lindenberg sin encontrar resistencia, donde de acuerdo con la
promesa encontró a Otto esperándola. La recibió y escuchó su relato con arrobamiento. Poco antes de que
ella tuviese tiempo de preguntar por qué no habían venido sus amigos, la convenció de que no deseaba
tener testigos en esta entrevista. Deseoso de ocultar su participación en el asesinato y de librarse de una
mujer cuyo temperamento violento y atroz le hacía temer con razón por su propia seguridad, había
decidido hacerla enmudecer. Abalanzándose sobre ella súbitamente, le arrancó la daga de la mano; la
enterró, todavía manchada con la sangre del hermano en el pecho, poniendo fin a su vida con repetidos
golpes.
»Entonces obtuvo Otto la sucesión de la baronía de Lindenberg. El asesinato fue atribuido tan sólo a la
monja fugitiva, y nadie sospechó que fuera él quien la había inducido a cometer tal acción. Pero aunque
su crimen quedó impune ante los hombres, la justicia de Dios no consintió que gozase en paz de sus
sangrientos horrores. Como los huesos de Beatriz permanecían insepultos en la cueva, su alma sin
descanso siguió habitando en el castillo. Vestida con su hábito religioso en memoria de sus quebrantados
votos al cielo, provista de la daga que vertió la sangre de su amante y sosteniendo la lámpara que había
guiado sus pasos en su huida, cada noche aparecía ante el lecho de Otto. En el castillo reinaba la más
espantosa confusión, en las abovedadas cámaras resonaban alaridos y gemidos; y el espectro, recorriendo
los antiguos pasadizos, profería una mezcla incoherente de plegarias y blasfemias. Otto fue incapaz de
resistir los sobresaltos a que le sometía esta espantosa visión. Su horror aumentaba en cada una de estas
apariciones. Finalmente, sus terrores se hicieron tan insoportables que le falló el corazón, y una mañana
fue encontrado en su cama totalmente frío y sin vida. Su muerte no supuso el fin de los, alborotos
nocturnos. Los huesos de Beatriz seguían sin recibir sepultura, y su fantasma continuaba vagando por el
castillo.
»Los dominios de Lindenberg recayeron entonces en un pariente lejano. Pero aterrado ante los relatos
que le hicieron sobre la Monja Sangrienta (así llamaba la gente al espectro), el nuevo barón pidió ayuda a
un afamado exorcista. Este hombre santo consiguió obligarla a descansar temporalmente. Pero aunque
ella le reveló la historia, no le consintió que la divulgase ni sepultar su esqueleto en tierra sagrada. Tal
misión quedó reservada para vos; y hasta vuestra llegada, el fantasma estaría condenado a vagar por el
castillo y a lamentar el crimen que había cometido en él. Sin embargo, el exorcista la redujo al silencio
durante su vida. Mientras él existió, la cámara encantada estuvo cerrada, y el espectro permaneció
invisible. A su muerte, que ocurrió cinco años más tarde, comenzó a aparecer otra vez, pero sólo cada
cinco años, el mismo día y a la misma hora en que hundió el cuchillo en el corazón de su amante
dormido. Entonces, visitaba la caverna que guardaba su polvoriento esqueleto, regresaba al castillo
cuando el reloj daba las dos, y no se la volvía a ver hasta transcurridos otros cinco años.
»Estaba condenada a sufrir de este modo durante el espacio de un siglo. Ya se ha cumplido ese período.
Ahora no queda sino devolver las cenizas de Beatriz a la tumba. Yo he sido el medio que ha permitido
libraros de vuestra visión atormentadora; y en medio de todos los dolores que me oprimen, pensar que os
he sido útil supone un consuelo para mí. ¡Joven, adiós! ¡Que el fantasma de vuestra pariente pueda gozar
de ese descanso de la tumba que la venganza del Todopoderoso me ha negado a mí para siempre!
Aquí el extranjero se dispuso a abandonar el aposento.
–¡Aguardad un momento! –dije–. Habéis satisfecho mi curiosidad con respecto al espectro, pero me
habéis sumido en otra mayor en cuanto a vos mismo. Dignaos informarme a quién debo tan grandes
favores. Mencionáis circunstancias ocurridas hace tiempo, y personas largo tiempo desaparecidas. Vos
conocíais personalmente al exorcista, que según vuestras propias palabras murió hace casi un siglo.
¿Cómo puede explicarse eso? ¿Qué significa esa cruz de fuego marcada en vuestra frente, y por qué su
visión ha provocado tanto horror en mi alma?
Durante un rato se negó a satisfacer mis preguntas. Finalmente, vencido por mis súplicas, accedió a
aclarármelo todo, a condición de aplazar dicha explicación hasta el día siguiente. Tuve que acceder a este
ruego, y me dejó. Por la mañana, mi primer cuidado fue preguntar por el misterioso extranjero. Imaginad
mi desencanto cuando me informaron que se había marchado ya de Ratisbona. Despaché mensajeros en
persecución suya; pero fue inútil. Nadie descubrió rastro alguno del fugitivo. Desde entonces, no he
vuelto a tener noticias de él, ni es probable que llegue a tenerlas.



Y luego otro escritor en 1822 publico Infernalia. Qué curiosidad tenia un cuento corto titulado La monja sangrienta. este era
Charle Nodier


Un aparecido frecuentaba el castillo de Lindemberg, de manera que lo hacía inhabitable. Apaciguado después por un santo hombre, se limitó a ocupar sólo una habitación, que estaba siempre cerrada. Pero cada cinco años, el cinco de mayo, a una hora exacta de la mañana, el fantasma salía de su asilo.

Era una religiosa cubierta con un velo y vestida con un hábito manchado de sangre. En una mano sostenía un puñal, y en la otra una lámpara encendida. Descendía así la escalera principal, atravesaba los patios, salía por la puerta principal, que se preocupaban de dejar abierta, y desaparecía.
La llegada de esta fecha misteriosa estaba próxima, cuando el enamorado Raymond recibió la orden de renunciar a la mano de la joven Agnès, a quien amaba locamente. Raymond le pidió una cita, la obtuvo, y le propuso un rapto. Agnès conocía de sobra la pureza del corazón de su amante para vacilar en seguirle:
—Dentro de cinco días —le dijo ella— la monja sangrienta debe dar su paseo. Abrirán las puertas y nadie se atreverá a interponerse en su camino. Yo sabré procurarme vestidos apropiados y salir sin ser reconocida. Estad preparado a cierta distancia... —Alguien entró en ese momento y les obligó a separarse.

El cinco de mayo, a medianoche, Raymond se encontraba a las puertas del castillo. Un coche y dos caballos le esperaban en una cueva cercana. Las luces se apagan, cesa el ruido, suena el reloj; el portero, siguiendo la antigua costumbre, abre la puerta principal. Una luz aparece en la torre del este, recorre una parte del castillo, desciende... Raymond divisa a Agnès, reconoce el vestido, la lámpara, la sangre y el puñal. Se acerca; ella se arroja en sus brazos. La lleva casi desvanecida en el coche; parte con ella, al galope de los caballos.
Agnès no decía ni una palabra.
Los caballos corrían hasta perder el aliento; dos postillones que trataron vanamente de retenerlos fueron derribados. En ese momento, una tormenta espantosa se levanta, los vientos soplan desencadenados; el trueno ruge en medio de miles de relámpagos; el coche desbocado se rompe... Raymond cae sin sentido.
A la mañana siguiente se ve rodeado de campesinos que le llaman a la vida. Él les habla de Agnès, del coche, de la tormenta. Nada han visto, nada saben, y está a más de diez leguas del castillo de Lindemberg. Le llevan a Ratisbonne; un médico cura sus heridas y le recomienda reposo. El joven amante ordena mil búsquedas inútiles y hace cien preguntas a las que nadie puede responder. Todos creen que ha perdido la razón.
Sin embargo, el día va pasando; el cansancio y el agotamiento le procuran el sueño. Dormía bastante apaciblemente, cuando el reloj de un convento cercano le despierta, al dar la hora. Un secreto horror se apodera de él, se le erizan los cabellos, se le hiela la sangre. La puerta se abre con violencia; bajo el resplandor de una lámpara que está sobre la chimenea, ve avanzar a alguien: es la monja sangrienta. El espectro se acerca, le mira fijamente y se sienta en la cama durante toda una hora. El reloj da las dos. El fantasma entonces se levanta, coge la mano de Raymond con sus dedos helados y le dice:
—Raymond, yo soy tuya; y tú eres mío para toda la vida —salió enseguida, y la puerta se cerró tras ella.
Una vez libre, grita, llama; se persuaden cada vez más de que no está en su sano juicio; su mal aumenta y los auxilios de la medicina son vanos.
La noche siguiente, la monja volvió, y sus visitas se repitieron durante varias semanas. El espectro, sólo visible para él, no era percibido por ninguno de los que hacía acostar en su habitación.
Entretanto, Raymond averiguó que Agnès había salido demasiado tarde y le había buscado inútilmente por los alrededores del castillo; de donde concluyó que a quien había raptado era a la monja sangrienta. Los padres de Agnès, que no aprobaban su amor, aprovecharon la impresión que produjo esta aventura en su espíritu para determinarla a que tomase los hábitos.
Finalmente, Raymond fue liberado de su espantosa compañía. Llevaron a su presencia a un personaje misterioso que pasaba por Ratisbonne; le introdujeron en la habitación a la hora en que debía aparecer la monja sangrienta. Ésta tembló al verle y, tras una orden de aquél, explicó el motivo de sus inoportunas apariciones: religiosa española, había abandonado el convento para vivir en el desorden con el señor del castillo de Lindemberg; infiel a su amante, al igual que a su Dios, le había apuñalado; asesinada ella misma por su cómplice, con el que quería casarse, su cuerpo había permanecido sin sepultura y su alma sin asilo erraba desde hacía un siglo. Pedía un poco de tierra para su cuerpo y oraciones para su alma. Raymond se las prometió y no la volvió a ver.


MUY CURIOSO...